Dentro de los films que tengo en mi lista de pendientes, se encontraba «Tideland«, uno que había olvidado por completo en mi afán por actualizarme, olvidando los films de hace un par de años. Y anoche decidí recordar, y bien cómoda en mi cama vi el film de Terry Gilliam, del 2005.
Un director que considero, en lo personal, brillante, es Gilliam. Luego de un Brasil o un 12 Monos espectaculares, siendo que no hay chance de desilución alguna. Y es que lo que promete lo cumple. Pues bien, arranqué el film sin saber de qué trataba, y debo decir, que es muy difícil.
La película se centra en la protagonista, quien maneja todo el tiempo el punto de vista del film. Una nena, hija de una estrella de rock adicta a toda clase de drogas, y una mujer que al inicio de la película muere por sobredosis de metadona. La niña no ha aprendido lo que es cada una de las cosas esenciales de la vida, y la muerte no deja de espantarla desde lo más instintivo de su ser, y ya no como conciencia de su implicancia. Ignora más de lo que debería, y vive en un mundo de fantasías, donde todos los que la rodean la amparan, y la mantienen en un engaño que a cada uno de los personajes le termina siendo propio. Con un novio que luego la toma por novia, que no es más que un enfermo mental y epiléptico, Geliza-Rose, la niña, vive en la fantasía de hadas, fantasmas y muñecas que son sus mejores amigas.
En un ambiente de plena luz, aunque infinitamente opresivo, se desarrollan situaciones que uno, desde el otro lado de algo, siente en la boca del estómago como el dolor ante la más pura de las impotencias. La morbosidad no se sustenta en sí misma, sino más bien en la esencial ignorancia, y la trasmutación a fantasía de cada acontecimiento y emoción. Todo pierde para ganar, o gana para perder.
Para quienes no hayan visto éste film, debo decir que es uno de los que más han afectado a mi emoción en las últimas muchas horas. Recomendable por su humanidad y crudeza, y fantasía y pureza, y porque Terry Gilliam es groso, grande, inmenso.